El Diario de Don Julio #2 – Con el rabo entre las patas

La semana siguiente, la señora Mora no volvió a su puesto. Solo dejó una carta que encontré sobre mi teclado con lo siguiente:

Disculpe por haberlo espantado. Mi intención para con usted siempre fue buena y mantengo lo que dije. Tenga fe en los espíritus, abra bien los ojos, el corazón y sobretodo… No tenga miedo.

Sentía pena por la señora que confundida en sus creencias, vivía realmente en un mundo alterno al del resto.

Esa tarde, el clima fresco me invitó una caminata por la plaza. La costumbre me llevo a la vieja cantina por calle doce. El lugar parecía haberse congelado en el tiempo. Pósteres de Durán y de cervezas que ya no se producían, colgaban de las paredes de madera pintadas de azul.

Desde el barman, los comensales y mi persona, hasta la música folclórica de la vieja radio de antena; nos resistíamos a dejar aquel momento en la historia. Escapándonos juntos en nuestra nostálgica miseria, con olor a cebada y húmeda madera, en este antro olvidado por la civilización.

Hasta las conversaciones parecían las mismas de hace 25 años. Lo único que cambiaba eran los nombres de los actores. Oír decir a uno —Martinelli robó pero hizo —era lo mismo que oír a otro en aquel entonces decir —Noriega mató pero aquí no había delincuencia—. Síntoma de nuestra falta de memoria histórica como nación.

Saciado y con algo de sueño decidí caminar de vuelta a la parada de la Cinco de Mayo, cuando a no menos de unos pasos de la cantina, un amigo de lo ajeno forcejaba con un turista por sus pertenencias.

Yo no sé si fueron las cervezas o mi educación chapada a la antigua, pero la injusticia me indigna y si hay algo que pueda hacer, pues lo haré. Así que le grité al malandrín ese que soltase a su víctima y en una pequeña carrera me abalancé sobre él. Los dos rodamos por la acera hasta que la defensa de un vehículo estacionado nos detuvo. Por la adrenalina no había sentido el golpe en la cabeza, pero cuando traté de incorporarme para detener el maleante que emprendía la huida, tambaleé y caí aturdido.

A lo lejos escuchaba al turista decir algo antes de salir corriendo. El mundo cada vez estaba más distante tras el timbre ensordecedor que aumentaba en mis oídos, mientras me precipitaba en el abismo oscuro de mi subconsciencia.

Fue entonces cuando la vi. Una luz radiante, cual caleidoscopio girando sobre mí. Tu madre aproximándose lentamente con una sonrisa coqueta en su rostro. Mil voces en despreocupada conversación a mi alrededor. Su beso húmedo y frío en mi frente. Su aliento haciéndome cosquillas en la oreja. Su voz angelical susurrándome palabras de amor.

—Todavía no es tu tiempo Julio. Amor. Regresa. Atónito me extasiaba con su imagen, hermosa como cuando la vi por primera vez.

Ella volvió a sonreír. Bajando la cabeza, dejó un listón de cabello juguetón pasearse por su rostro y devolviendo sus ojos pardos a mi repitió —Regresa!

Se acercó a darme un beso y de entre sus labios se estiró una enorme lengua que paseó por toda mi cara.

Las carcajadas de la multitud que se había aglomerado alrededor mío me terminaron de despertar. El turista que regresaba con un policía, me encontró abrazado a un perro callejero que no paraba de lamerme y sacudir su cola de felicidad por compartir el íntimo momento conmigo.

Entre la vergüenza y el dolor de cabeza, desistí de cualquier asistencia que me podría brindar el uniformado. Opte por una retirada estratégica hacia la parada antes de que algún muchacho de la oficina pasase por el área y me reconociera. Caminando de prisa y con el can a mi lado, pareciera que ambos íbamos con el rabo entre las patas abriéndonos paso entre la multitud que poblaba el andén.