El resto de la semana la pasé navegando los cuartos del laberinto de la memoria buscando cada recuerdo de tu madre.
Me invadió una melancolía abrumadora y no pude soportar estar un segundo más en el cubículo, rodeado de cajas llenas de carpetas ancestrales y torres de documentos a diestra y siniestra.
En la compulsión de escapar de aquel recinto arcaico, comencé a caminar sin pensar a donde me llevaban mis pasos. Cuando de imprevisto me acarició el olor a mar.
La arcada de veraneras abrazaban el largo adarve del Paseo de los Enamorados. Ya nadie lo llama así, solo los viejos como yo, divagaba. Ahora todo es Las Bóvedas. Que si el paseo de las bóvedas, la plaza de las bóvedas. O peor aún! El Casco! Estos muchachos tienen una obsesión por ahorrarse palabras como si su vida se prolongara con las milésimas de segundos acortados!
Sin embargo, no puedo culparos por olvidarse del tierno apodo de este paseo. En mis tiempos, el Casco Antiguo era el centro de la ciudad. Desde los almacenes en la Central, las iglesias y los teatros. Era un centro cultural, todos querían estar aquí. Hoy tienen centros comerciales y sí, con más comodidades; pero sin el romanticismo de antaño y con menos cultura.
Varias veces recorrí con tu mamá las calles estampadas de adoquines. Fuimos una pareja más del montón, que estaban por todos lados. Donde hubiera una sombra o una banca, ahí podías encontrar un gesto de amor. Palabras susurradas, manos sudorosas y una que otra pequeña caricia de menor pudor. Hasta turnos se tomaban las parejas por las bancas más remotas, donde el farol del andén no intimidara los besos precoces.
Panamá estaba enamorado. Íbamos a cambiar el país decíamos. Inspirados con la firma de los tratados Torrijos-Carter, nuestro limite era el cielo. Idealistas todos. Jóvenes y tontos.
Fue aquí, frente al obelisco de la plaza de Francia rodeados de bustos de rostros serios, donde tu madre me confirmó que estaba embarazada de ti. Saltaba y le daba besos de la alegría. Ella reía a carcajadas con los ojos llenos de lágrimas frente a mis payasadas de emoción. Ni te cuento lo difícil que fue explicarle a tu abuelo la razón de nuestro apuro por cazarnos.
Estaba yo absorto con los últimos rayos de sol reflejándose sobre la bahía cuando los sollozos de un niño me interrumpen la placida contemplación.
—Pss! Oye papito, qué te pasa? —Le pregunté tratando de no espantarlo de su escondite tras el tronco de un arbol del jardín central de la plaza.
—Yo… Yo se los dije! —respondía el niño con labios temblorosos—. Yo se los dije y no me hicieron caso!
—Ya niño shh. Cuentáme, dónde está tu mamá?
—Se quedó allá, yo salí corriendo! Ya sabía que venía pero no me creyeron!
—Pero que venía quién hijo?
—El monstruo de ojos rojos! Waaaaaahh! —Exclamó y salíó despavorido de su escondite, pero como recordarás, mis reflejos de boxeador amateur todavía están chispas y pude sujetarlo del antebrazo antes de que se fuera a la calle y lo atropellara un auto.
—Suélteme! Suélteme! Sniff! Tengo que buscar a alguien!
—Tranquilo niño, vamos yo te acompaño pues, no te preocupes.
Sin saber a que me atenía, fui con el pequeño hombrecito de la mano tratando de seguirle el paso para no tropezarme con los tirones que me daba.
El viejo caserón se imponía lúgubre en su oscuridad, rodeado por las fachadas iluminadas de las mansiones restauradas. Seguro había pasado frente a él antes. Sin embargo de noche, el Casco Antiguo se cambiaba de vestido, cubriéndose de misterios y expectativas que le apresuraban el paso hasta a el más valiente de la vecindad.
—Venga señor! Es aquí! Se soltaba de mi mano para jalar un alambre que descolgaba del portón de hierro del caserón.
Con un clic y un estruendo metálico se abrió la puerta. Frente a mí, una alargada escalera de tablones carcomidos era iluminada con el parpadeo de una luz al final de su recorrido. Trate de volver a sujetar al niño pero en su territorio, me fue imposible. Saltó los escalones de dos en dos, los cuales crujían en protesta.
Subí tras de él con mucha cautela. El corazón me latía lleno de adrenalina pero nada lo preparó para el salto que iba a dar frente a la escena que encontré en el recinto.
El niño ahí estaba, de rodillas frente al cuerpo inerte de una señora. Un pequeño altar con velas encendidas iluminaba la habitación. Los sombras danzaban alrededor de nosotros cual aborígenes alrededor de una hoguera.
—Hice lo que él quería… —me dice el niño mostrándome sus manitas llenas de sangre.
La sangre goteaba de sus manos por torrentes, que al caer en los tablones del piso, se colaba entre las uniones al piso inferior.
Algo no andaba bien, sospeché. Comencé a retirarme en repudio a la escena sangrienta, cuando de repente escuché la voz de tu madre haciendo eco como en una gran bóveda bajo los tablones.
—Julio… Julio! —Me llamaba y en un trance, despavorido bajé los escalones en su búsqueda.
Pero el que me llamaba no era ella. Era el niño que con su voz gritaba y ahora me esperaba en el nivel inferior. Su rostro deformado por una sonrisa macabra era resaltado por un brillo sobrenatural que emanaba de sus pupilas.
Bañado con la sangre de la occisa que goteaba entre los tablones, seguía su llamado cruel con la voz de mi amada estirando sus diminutos brazos y acercándose cada vez más a mi.
Pero bueno tu sabes como soy yo cuando se meten con tu mamá. Al ver la farsa me entró fue rabia y tomé lo primero que encontré y se lo arrojé.
El pequeño demonio titubeó y eso me dio la oportunidad de salir del caserón, no sin antes deshacer el mecanismo de picaporte tras de mi para dejar al engendro ahí encerrado.
Corrí varios minutos hasta que encontré un taxi desocupado. Me monté y me quedé divagando durante todo el trayecto como justificaría mi ausencia el día de mañana.